
Por: Francisco Klein, Gerente General Inmobiliaria VIVA.
La construcción de viviendas sociales ha sido —y debe seguir siendo— uno de los pilares centrales de las políticas públicas de cualquier país. Garantizar que toda persona tenga acceso a una vivienda digna no es solo una meta social, sino un derecho fundamental que todo Estado debe asumir como prioridad.
El cumplimiento de las metas habitacionales impuestas, gobierno tras gobierno, requiere de una colaboración efectiva entre el sector público y el privado. Por su parte el Estado entrega los subsidios a las familias beneficiarias, mientras que las empresas privadas desarrollan y construyen los proyectos.
Históricamente, las inmobiliarias han encontrado en la vivienda social un refugio en tiempos de desaceleración económica, al representar un nicho con una buena demanda, dado el alto déficit habitacional y un pagador confiable, el Estado. Sin embargo, este equilibrio entre ambas partes depende de un compromiso mutuo: que las constructoras entreguen viviendas de calidad en los plazos comprometidos y que el Estado cumpla, con la entrega oportuna de los subsidios y pagos correspondientes.
Por eso, las recientes noticias sobre impagos del Estado a empresas constructoras —y aún más, la admisión de que no existirían recursos suficientes para cubrir todos los compromisos— encienden señales de alerta graves. Este incumplimiento no solo pone en riesgo el derecho a la vivienda de miles de familias vulnerables, sino que también arrastra a las constructoras a una situación financiera crítica, impidiendo que continúen construyendo o incluso que sobrevivan.
Finalmente, resulta urgente reflexionar cómo es posible que el Estado haya comprometido obras sin contar con los recursos necesarios para financiarlas. Cualquiera de los escenarios —ya sea una omisión deliberada o un error de planificación— refleja una falla estructural que afecta directamente la confianza, la sostenibilidad y la continuidad de la política habitacional más importante del país.