
Por: Vicente Sandoval / Centro de Estudios Sociales sobre Desastres, Universidad Libre de Berlín y docente del Magister en Vivienda y Barrios Integrados, de la Universidad Nacional Andrés Bello.
Chile presume su resiliencia frente a terremotos, pero la verdadera amenaza está en otra parte: ciudades que se recalientan, barrios que se queman, costas que retroceden y miles de familias viviendo en riesgo. La triple crisis —informalidad, migración y cambio climático— exige respuestas que la ingeniería sola no puede dar.
Tenemos una reputación internacional como país resiliente frente a los terremotos. Desde el 9,5 de Valdivia en 1960 hasta el 8,8 de Maule en 2010, cada desastre ha impulsado mejoras en nuestras normas de construcción, en la gestión de emergencias y en la educación de la población. Hoy, contamos con códigos sísmicos de clase mundial, sistemas de alerta temprana y programas de cultura preventiva.
Pero este relato de éxito tiene una cara menos visible: la resiliencia no está repartida de manera equitativa. Mientras los barrios formales y sectores medios han reducido su exposición y mortalidad ante terremotos y tsunamis, más de 114 mil hogares en campamentos siguen viviendo en zonas de alto riesgo, sin acceso a infraestructura segura ni planes sistemáticos de mitigación.
En las ciudades del norte, las familias migrantes enfrentan barreras de idioma y acceso a información vital. En el sur, comunidades indígenas como el pueblo mapuche lidian con protocolos de evacuación poco sensibles a sus formas de vida. Estas brechas históricas se amplifican con amenazas nuevas.
Olas de calor urbano golpean a ciudades densas y con pocas áreas verdes; temporales y marejadas dañan litorales donde la falta de planificación ha permitido tanto el deterioro ambiental como el asentamiento informal. Los incendios forestales de 2024 en Viña del Mar y Quilpué fueron una muestra dramática: sequía prolongada, expansión urbana hacia zonas de interfaz forestal y planificación ausente crearon un cóctel explosivo.
La ciencia y la experiencia internacional advierten que estos fenómenos se intensificarán con el cambio climático. La respuesta no puede ser sectorial: debe integrar en la planificación urbana la gestión del riesgo de desastres, la adaptación climática, la política migratoria y la reducción de la informalidad urbana, bajo un marco de justicia social. Todo está interconectado.
La creación del Senapred es un avance, pero su éxito dependerá de que municipios y gobiernos regionales tengan recursos estables y capacidades técnicas propias. La resiliencia urbana no se construye solo con ingeniería: exige reducir desigualdades, planificar ciudades inclusivas y adaptadas al clima que viene, y reconocer que la seguridad de unos pocos no basta.
Chile no puede seguir mirando el riesgo con un único lente sísmico. La triple crisis —informalidad urbana, migración y cambio climático— exige una gestión integrada que proteja, de manera justa, a todos sus habitantes. El país resiliente que queremos no se medirá solo por su reacción a un terremoto, sino por su capacidad de anticiparse a las amenazas que ya están aquí.